Las ratas

«Mas el tío Rufo no parecía descansar, con su único ojo y la boca patéticamente abiertos. Ni la Sime parecía descansar tampoco, porque tragaba saliva sin cesar, con unos ruiditos ahogados, como la víspera cuando el Espíritu descendió sobre ella. Pero a cada uno que llegaba le endilgaba la misma cosa y cuando el moscón, luego de estar posado diez minutos en las descarnaduras del Centenario, empezó a volar sobre la concurrencia, todos hacían espavientos para ahuyentarlo excepto la Sime y el niño. Y el moscón retornaba sobre el cadáver que era, sin duda, el más desapasionado de todos, pero cada vez que reanudaba el vuelo, los hombres y las mujeres abanicaban disimuladamente el aire para que no se posase, y de este modo producían un siseo como el de las aspas de un ventilador. Media hora más tarde se presentó el Antoliano con el cajón de pino oliendo todavía a resina, y la Sime pidió que le echasen una mano, pero todos ronceaban, hasta que entre ella, el Nini y el Antoliano lograron encerrarlo, y como el Antoliano, por ahorrar material, había tomado las medidas justas, el tío Rufo quedó con las cabeza empotrada entre los hombros como si fuese jorobado o estuviera diciendo que a él ninguna cosa de este mundo le importaba nada...».

Miguel Delibes